Algunos saben que Tommy Barban fue compañero de Barack Obama en la Harvard Law School. Unos pocos saben cuándo, un dato que Barban suele esquivar cada vez que le preguntan sobre su pasada relación con Mr. President. Yo te entiendo, Barban. Pero hasta ahora sólo tres personas sabían -Barban, Obama y yo- lo que sucedió algunos años después, cuando Barack decidió conocer el exótico país de procedencia de su colega.
Por supuesto, en los tempranos ´90 Barack Obama, que era prácticamente nadie en EE.UU., aquí era totalmente nadie. Al menos yo no lo conocía. A Barban sí lo conocía, pero de vista nada más. No era difícil distinguir a un tipo de traje del hato de harapientos que solía atraer mi banda de entonces al sucucho ese de Floresta que se llamaba Vía Cerino. El de Segurola y las vías, donde ahora hay un chino. La verdad es que no tengo idea de qué hacía Barban ahí. Tal vez iba a tomarse un whisky, tal vez andaba de trampa, no sé. Nunca le pregunté. Lo que es seguro es que no iba a escucharnos a nosotros.
Como fuera, un sábado, diez minutos antes de que empezáramos a tocar, se me acerca y me dice que tenía un amigo norteamericano que se volvía al día siguiente pero que por un error de reservas se había quedado sin hotel. Que lo alojaría él mismo pero que justo esa noche no podía. Que si yo sería tan amable de prestarle mi departamento sólo por esa noche, total seguro que estaría volviendo recién para las 10 de la mañana y para ese momento su amigo ya se habría ido. Que se encargaría de llevarlo a Castelar e ir a buscarlo temprano.
No me dijo por qué no podía alojarlo. No tengo idea por qué me lo pidió a mí. Tampoco sé cómo es que sabía tantas cosas sobre mí. Y nunca le pregunté. Tal vez estos párrafos funcionen como pregunta tardía, aunque en verdad no tengo interés en saber así que no te sientas presionado, Barban. Otra cosa que tampoco sé es por qué le dije que sí. Tal vez fue por el traje.
Recién ahí me presentó a Obama. Cruzamos tres palabras y listo, eso fue todo. Mientras tocaba lo relojeé un par de veces. Lo único que hacía el tipo era sonreir. "-Qué cara de pelotudo el negro", pensaba yo. Acabamos de tocar y hubo que desarmar, esperar el transporte, cargar, descargar, lo de siempre. Barban y el negro ya se habían ido. Y nosotros terminamos en Tío Fritz desayunando café con leche con milanesa a la napolitana.
Cuando volví a casa, tal como había anticipado Barban, el negro ya no estaba. No dejó un solo rastro de su estancia. En realidad sí quedó un rastro: había tendido la cama. Y muy bien, por cierto.
Fue un hecho totalmente intrascendente y desprovisto de gracia, pero ahora es una anécdota de cierta significación, ponéle: el actual presidente del país más poderoso del mundo durmió una noche en mi casa. Incluso me puedo dar el lujo de rematarla con un juego de palabras "Obama me hizo la cama". Yo no sé quién, a esta altura de la historia, prefiere seguir creyendo que el pasado no puede cambiar.
miércoles, 28 de diciembre de 2011
martes, 15 de noviembre de 2011
Brad Pitt no siempre fue Brad Pitt. Mejor dicho, Brad Pitt no siempre fue la superestrella de Hollywood que es hoy. Alguna vez Brad Pitt fue uno más de nosotros, los alumnos del bachillerato común del Nacional de Morón en los ´80.
Yo lo conocí bastante. Nos sentamos juntos en segundo y tercer año. No nos llevábamos particularmente bien pero teníamos presentes similares, así que nos pareció natural juntarnos. Éramos lo que se dice un tándem de gorditos tragas. A decir verdad no creo que hayamos sido tragas, me parece que nada más le dábamos algo de bola al colegio y nos iba bien.
A pesar de eso éramos inusualmente simpáticos y populares. No como los Pitecantropus, un poker de gorditos tragas que se sentaban adelante y no eran simpáticos ni populares y además les iba bastante mal. O los Pajeros, que se sentaban atrás y de quienes lo único que se sabía era que les iba muy bien. Sí, supongo que haber sido simpáticos y populares nos salvó de que nos bautizaran, o al menos de que nos hicieran saber cómo nos habían puesto.
Pero en cuarto año las cosas cambiaron. Ambos volvimos de las vacaciones más estilizados, aunque él mucho más que yo. Las chicas comenzaron a mirarlo con otros ojos y él se daba cuenta y lo aprovechaba. Yo sólo estaba interesado en mi banda. Dejamos de sentarnos juntos. Nuestras notas empezaron a caer. Todo esto continuó en quinto año. Yo tuve que dar recuperatorio de un examen de biología; él ya se había llevado dos materias. Yo ya había tocado un par de veces con mi banda y él se había tirado a medio bachillerato pedagógico. Ya no teníamos nada que ver uno con otro.
Por eso me sorprendió que se me haya acercado en Bariloche. Estaba medio en pedo, pero todos estábamos en pedo. Me puso un brazo sobre el hombro y bien cerca de mi oreja izquierda susurró:
-Es así, Cuti; nada tiene sentido. Toda nuestra lucha, todo aquello por lo que peleamos, nada tiene sentido.
Yo le dije -Salí de acá pelotudo- pero me quedé pensando. Hasta hoy pienso en lo que dijo. Un par de veces casi lo llamo para preguntarle qué quiso decir, pero seguro que no me recuerda y menos va a recordar algo que tiró una noche en pedo en Bariloche. Si recordara, le preguntaría por la lucha de la que hablaba. A mí nunca se me ocurrió que estuviéramos luchando por nada en particular.
Yo lo conocí bastante. Nos sentamos juntos en segundo y tercer año. No nos llevábamos particularmente bien pero teníamos presentes similares, así que nos pareció natural juntarnos. Éramos lo que se dice un tándem de gorditos tragas. A decir verdad no creo que hayamos sido tragas, me parece que nada más le dábamos algo de bola al colegio y nos iba bien.
A pesar de eso éramos inusualmente simpáticos y populares. No como los Pitecantropus, un poker de gorditos tragas que se sentaban adelante y no eran simpáticos ni populares y además les iba bastante mal. O los Pajeros, que se sentaban atrás y de quienes lo único que se sabía era que les iba muy bien. Sí, supongo que haber sido simpáticos y populares nos salvó de que nos bautizaran, o al menos de que nos hicieran saber cómo nos habían puesto.
Pero en cuarto año las cosas cambiaron. Ambos volvimos de las vacaciones más estilizados, aunque él mucho más que yo. Las chicas comenzaron a mirarlo con otros ojos y él se daba cuenta y lo aprovechaba. Yo sólo estaba interesado en mi banda. Dejamos de sentarnos juntos. Nuestras notas empezaron a caer. Todo esto continuó en quinto año. Yo tuve que dar recuperatorio de un examen de biología; él ya se había llevado dos materias. Yo ya había tocado un par de veces con mi banda y él se había tirado a medio bachillerato pedagógico. Ya no teníamos nada que ver uno con otro.
Por eso me sorprendió que se me haya acercado en Bariloche. Estaba medio en pedo, pero todos estábamos en pedo. Me puso un brazo sobre el hombro y bien cerca de mi oreja izquierda susurró:
-Es así, Cuti; nada tiene sentido. Toda nuestra lucha, todo aquello por lo que peleamos, nada tiene sentido.
Yo le dije -Salí de acá pelotudo- pero me quedé pensando. Hasta hoy pienso en lo que dijo. Un par de veces casi lo llamo para preguntarle qué quiso decir, pero seguro que no me recuerda y menos va a recordar algo que tiró una noche en pedo en Bariloche. Si recordara, le preguntaría por la lucha de la que hablaba. A mí nunca se me ocurrió que estuviéramos luchando por nada en particular.
lunes, 19 de septiembre de 2011
jueves, 8 de septiembre de 2011
Mi nombre es Manny Ybarra. Desde los catorce años soy operario de control de calidad. Pueden llamarme "probador", así se decía antes y me gusta más. Trabajé en muchísimas industrias. Perdí el olfato en una perfumera, sumé 58 libras en Kentucky Fried Chicken, pero también aprendí volteando páginas en Hill & Wang y me divertí en las atracciones de Six Flags Magic Mountain. El trabajo que más recuerdo fue, sin embargo, uno que no hice. En una planta de General Motors vi morir a mi compadre Sal Espinoza -que Dios lo tenga en su Santísima Gloria- que tuvo su primer y último turno tantito antes que yo. Renuncié antes de comenzar, aunque la paga era excelente.
Ahora tengo un empleo en la planta Fender en Corona. No soy músico, pero en verdad no es necesario. Soy el que checa que las guitarras se quiebren como es debido cuando el guitarrista las estrella contra el escenario. Es simple. El mástil no debe separarse del cuerpo sino hasta el tercer golpe, ni antes ni después. El primer golpe podría ser accidental, por lo que el instrumento no debería sufrir daños importantes. Pero al segundo golpe el cuerpo debe despedir trozos de madera hasta al menos 30 pies de distancia del escenario. Al tercer golpe debe notarse claramente que el mástil queda unido al cuerpo sólo por uno de los cuatro tornillos. Y al cuarto golpe el mástil y el cuerpo deben separarse, aunque las cuerdas hacen que el conjunto perdure algunos golpes más. Cuántos más depende del calibre de las cuerdas que prefiera el guitarrista. Aquí utilizamos 0.10.
Soy un hombre fuerte, no demasiado viejo, y mi trabajo es tranquilo, sin riesgos. Me dan la indumentaria apropiada, tengo seguro social y a Dios gracias mi puesto es estable. En verdad no puedo quejarme. Sólo que a veces, de tanto en tanto, me pongo a cavilar acerca de lo que lleva a los guitarristas a destrozar sus instrumentos. Mi madre sabe cuándo tengo uno de esos días nada más verme apenas regreso de la planta. Entonces saca del refrigerador un six pack, lo deja en la mesita junto a la mecedora del porche y yo me siento allí a fumar y beber hasta que se hace de noche y me llama a comer.
Ahora tengo un empleo en la planta Fender en Corona. No soy músico, pero en verdad no es necesario. Soy el que checa que las guitarras se quiebren como es debido cuando el guitarrista las estrella contra el escenario. Es simple. El mástil no debe separarse del cuerpo sino hasta el tercer golpe, ni antes ni después. El primer golpe podría ser accidental, por lo que el instrumento no debería sufrir daños importantes. Pero al segundo golpe el cuerpo debe despedir trozos de madera hasta al menos 30 pies de distancia del escenario. Al tercer golpe debe notarse claramente que el mástil queda unido al cuerpo sólo por uno de los cuatro tornillos. Y al cuarto golpe el mástil y el cuerpo deben separarse, aunque las cuerdas hacen que el conjunto perdure algunos golpes más. Cuántos más depende del calibre de las cuerdas que prefiera el guitarrista. Aquí utilizamos 0.10.
Soy un hombre fuerte, no demasiado viejo, y mi trabajo es tranquilo, sin riesgos. Me dan la indumentaria apropiada, tengo seguro social y a Dios gracias mi puesto es estable. En verdad no puedo quejarme. Sólo que a veces, de tanto en tanto, me pongo a cavilar acerca de lo que lleva a los guitarristas a destrozar sus instrumentos. Mi madre sabe cuándo tengo uno de esos días nada más verme apenas regreso de la planta. Entonces saca del refrigerador un six pack, lo deja en la mesita junto a la mecedora del porche y yo me siento allí a fumar y beber hasta que se hace de noche y me llama a comer.
martes, 23 de agosto de 2011
De cuando conocí a David Bowie
El sábado 29 de septiembre de 1990 David Bowie tocó por primera vez en Buenos Aires cerrando el "Sound + Vision Tour". Yo estuve ahí. Fue un muy buen show, por supuesto, aunque debo confesar que en ese entonces yo no estaba interesado en Bowie sino que había ido exclusivamente para ver a Adrian Belew. Claro que sabía quién era Bowie, pero ese día sólo fue el tipo de la indumentaria con voladitos que cantaba, toda mi atención estaba concentrada en Belew. En mi favor hay que decir que el tiempo me acomodó las cosas en su justo lugar: Bowie es un genio y Belew un gran guitarrista que escribió algunas de las letras más increíblemente pelotudas de la música universal.
El lunes siguiente fui a trabajar a la Escribanía. Ya no era el último cadete pero todavía no me habían puesto de protocolista. Por eso, si bien mi sueldo me permitía financiar la diarrea de recitales que fue 1990, todavía tenía obligación de hacer cosas desagradables como por ejemplo llevar a legalizar documentación al Colegio de Escribanos.
Ese día terminé temprano y fui a tomar un café al bar de al lado del Colegio. Apenas me ubiqué lo vi a Bowie sentado frente a la mesita cuadrada de fórmica marrón junto a la ventana, solo, siguiendo con sus ojos anómalos a los colectivos repletos que iban por Avenida Callao. Después de un rato tomé coraje, me acerqué y le dije:
-Hola Sr. Bowie, quería decirle que el sábado estuve en su show y me gustó mucho.
-Ah, sí, gracias- dijo Bowie sin sacar la vista de la ventana.
-Además quería decirle que toco la guitarra y que haber visto a Adrian Belew fue...
-Ok, escucháme pendejo- cortó Bowie, sin mirarme. ¿Querés ser una estrella de rock? YO soy una estrella de rock. Pero tenés que saber que llega un momento en la vida de todo hombre en que quiere poder meterse un dedo en la nariz y sacarse los mocos sin que lo jodan- me miró y agregó -Bueno, las estrellas de rock no podemos hacer eso- volvió a mirar a la ventana, se levantó y se fue.
Bowie tenía 43 años cuando me dijo eso; hoy yo tengo 40. Hace mucho que no trabajo en escribanías y toco la guitarra ocasionalmente. No, no soy estrella de rock. Igual todavía me quedan tres años, quién te dice.
El lunes siguiente fui a trabajar a la Escribanía. Ya no era el último cadete pero todavía no me habían puesto de protocolista. Por eso, si bien mi sueldo me permitía financiar la diarrea de recitales que fue 1990, todavía tenía obligación de hacer cosas desagradables como por ejemplo llevar a legalizar documentación al Colegio de Escribanos.
Ese día terminé temprano y fui a tomar un café al bar de al lado del Colegio. Apenas me ubiqué lo vi a Bowie sentado frente a la mesita cuadrada de fórmica marrón junto a la ventana, solo, siguiendo con sus ojos anómalos a los colectivos repletos que iban por Avenida Callao. Después de un rato tomé coraje, me acerqué y le dije:
-Hola Sr. Bowie, quería decirle que el sábado estuve en su show y me gustó mucho.
-Ah, sí, gracias- dijo Bowie sin sacar la vista de la ventana.
-Además quería decirle que toco la guitarra y que haber visto a Adrian Belew fue...
-Ok, escucháme pendejo- cortó Bowie, sin mirarme. ¿Querés ser una estrella de rock? YO soy una estrella de rock. Pero tenés que saber que llega un momento en la vida de todo hombre en que quiere poder meterse un dedo en la nariz y sacarse los mocos sin que lo jodan- me miró y agregó -Bueno, las estrellas de rock no podemos hacer eso- volvió a mirar a la ventana, se levantó y se fue.
Bowie tenía 43 años cuando me dijo eso; hoy yo tengo 40. Hace mucho que no trabajo en escribanías y toco la guitarra ocasionalmente. No, no soy estrella de rock. Igual todavía me quedan tres años, quién te dice.
miércoles, 20 de julio de 2011
lunes, 11 de julio de 2011
Una vuelta me tocó estar en Reñaca por negocios. Lindo lugar Reñaca, pero no para negocios. Por eso una tarde que me quedó libre me alquilé un jeep y salí a manejar por ahí. Lindo lugar Reñaca.
Cuestión que en un momento me suena el móvil, el pelotudo de mi socio. No tengo ganas de hablar de mi socio pero es un pelotudo con mayúsculas. Sigue siendo mi socio porque a veces se trae algún negocio interesante, que si no...
Paro el jeep en la banquina, atiendo y el pelotudo me dice que me va a pasar con Don Jaime algo, la verdad es que no me acuerdo. Sé que eran dos apellidos y el segundo algo así como Muñoz o Muñiz. Eñe y zeta, imposible olvidar eso. Aparentemente Don Jaime era el importador más grande de Chile, un auténtico peso pesado de los negocios. Por ese tipo de cosas sigo teniendo al pelotudo de mi socio.
"-Hola Don Jaime, cómo le va?". No le entiendo mucho a Don Jaime, habla en chileno muy cerrado. Por suerte consigo adivinar que quiere diversificar los rubros e importar productos alimenticios. Bien. Que quiere empezar por las galletitas. OK. "-Cómo dijo Don Jaime? Que cuáles son las galletitas más ricas de todas?"
Estoy en el patio de adelante de mi casa, tengo cinco años. El día está un poco fresco pero hay sol. Estoy sentado en una rueda de auto, mirando al cielo, y acabo de descubrir las escalas. Mejor dicho la escala mayor diatónica, es decir los intervalos, el modo en que se suceden las octavas, las tonalidades. La escala mayor diatónica es eso, un día fresco con sol, un nene sentado en una rueda, un descubrimiento solitario.
"-Sí, ahora sí lo escuché Don Jaime. Las galletitas más ricas del mundo son las pepas, Don Jaime."
Cuestión que en un momento me suena el móvil, el pelotudo de mi socio. No tengo ganas de hablar de mi socio pero es un pelotudo con mayúsculas. Sigue siendo mi socio porque a veces se trae algún negocio interesante, que si no...
Paro el jeep en la banquina, atiendo y el pelotudo me dice que me va a pasar con Don Jaime algo, la verdad es que no me acuerdo. Sé que eran dos apellidos y el segundo algo así como Muñoz o Muñiz. Eñe y zeta, imposible olvidar eso. Aparentemente Don Jaime era el importador más grande de Chile, un auténtico peso pesado de los negocios. Por ese tipo de cosas sigo teniendo al pelotudo de mi socio.
"-Hola Don Jaime, cómo le va?". No le entiendo mucho a Don Jaime, habla en chileno muy cerrado. Por suerte consigo adivinar que quiere diversificar los rubros e importar productos alimenticios. Bien. Que quiere empezar por las galletitas. OK. "-Cómo dijo Don Jaime? Que cuáles son las galletitas más ricas de todas?"
Estoy en el patio de adelante de mi casa, tengo cinco años. El día está un poco fresco pero hay sol. Estoy sentado en una rueda de auto, mirando al cielo, y acabo de descubrir las escalas. Mejor dicho la escala mayor diatónica, es decir los intervalos, el modo en que se suceden las octavas, las tonalidades. La escala mayor diatónica es eso, un día fresco con sol, un nene sentado en una rueda, un descubrimiento solitario.
"-Sí, ahora sí lo escuché Don Jaime. Las galletitas más ricas del mundo son las pepas, Don Jaime."
miércoles, 29 de junio de 2011
Mi hija se burla de mí. Todo empezó cuando un día le hice una cara con balcón y dije "-Hola Catalina!". Poco más tarde me miró, hizo una mueca parecida, dijo "-Hola Catalina!" y se rió. Ahora a veces lo hace cuando no estoy y Ezpeleta le habla de mí, o después de que la mini reto. Y se ríe.
Mi hija busca enojarme. Sabe que me molesta el español neutro de los doblajes y me dice "cabaio" para que la corrija "cabasho". Y vuelve a decir "cabaio" y yo "cabasho", y "cabaio", y "cabasho", y "cabaio", y "cabasho", y "cabaio", y "cabasho", y así veinte veces. Después se pudre, se ríe y se va.
Mi hija me pelea. A veces me mira y frunce el ceño, yo hago lo mismo, ella lo frunce más, yo también, y mientras tanto nos vamos acercando hasta que ¡choque de cabezas! Y ahí se ríe.
Lo raro es que con todas estas cosas horribles que me hace con tan solo dos años yo también me ría y la quiera cada vez más, si fuera eso posible.
Mi hija busca enojarme. Sabe que me molesta el español neutro de los doblajes y me dice "cabaio" para que la corrija "cabasho". Y vuelve a decir "cabaio" y yo "cabasho", y "cabaio", y "cabasho", y "cabaio", y "cabasho", y "cabaio", y "cabasho", y así veinte veces. Después se pudre, se ríe y se va.
Mi hija me pelea. A veces me mira y frunce el ceño, yo hago lo mismo, ella lo frunce más, yo también, y mientras tanto nos vamos acercando hasta que ¡choque de cabezas! Y ahí se ríe.
Lo raro es que con todas estas cosas horribles que me hace con tan solo dos años yo también me ría y la quiera cada vez más, si fuera eso posible.
martes, 21 de junio de 2011
El otro día soñé que me cruzaba en la calle con Julian Barnes. ¿Que cómo supe que era él? No sé. Lo que sé es que cuando lo vi, su cara se mezcló con la imagen de la tapa de un libro de Anagrama que me pareció que era de él, y entonces supuse que era él. Igual para el caso nada de eso tiene importancia y creo que no da que vengas a pedirme tanta precisión, después de todo era un sueño.
Bueno, sigo. Uno de los dos estaba de vacaciones, no sé si él o yo. Apenas lo veo, lo encaro para decirle cuánto lo admiro y blá. Es decir, algo que despierto te digo que no hago ni ebrio ni dormido. Bien, ebrio no sé pero parece que dormido sí. Y pam, le digo que había leido tal y cual libro de él, y que me gustaba tal y cual otra cosa, y así. Un plomo. El tipo me miraba medio raro, pero supuse que era por mi inglés. Digo, me defiendo bastante bien pero, a ver, el tipo era Julian "Inglaterra, Inglaterra" Barnes. Por ahí pensaba que estaba hablando con un indio, no sé, y seguramente debe estar acostumbrado a otra cosa.
El punto es que la situación se ponía cada vez más incómoda así que me desperté. Y me quedé un rato largo pensando en el encuentro y en las posibles razones de la incomodidad de Barnes. Hasta que me dí cuenta de que tal vez lo había confundido con Ian McEwan. No sé, no estoy seguro, pero ahora me parece que la tapa de Anagrama que se me cruzó era de un libro de McEwan. Y bueno, si hubiera sido así lo entiendo a Barnes. Qué vergüenza. De cualquier modo, la próxima vez no pienso hacerle ningún comentario sobre el incidente; sólo lo saludaré, nada más.
Bueno, sigo. Uno de los dos estaba de vacaciones, no sé si él o yo. Apenas lo veo, lo encaro para decirle cuánto lo admiro y blá. Es decir, algo que despierto te digo que no hago ni ebrio ni dormido. Bien, ebrio no sé pero parece que dormido sí. Y pam, le digo que había leido tal y cual libro de él, y que me gustaba tal y cual otra cosa, y así. Un plomo. El tipo me miraba medio raro, pero supuse que era por mi inglés. Digo, me defiendo bastante bien pero, a ver, el tipo era Julian "Inglaterra, Inglaterra" Barnes. Por ahí pensaba que estaba hablando con un indio, no sé, y seguramente debe estar acostumbrado a otra cosa.
El punto es que la situación se ponía cada vez más incómoda así que me desperté. Y me quedé un rato largo pensando en el encuentro y en las posibles razones de la incomodidad de Barnes. Hasta que me dí cuenta de que tal vez lo había confundido con Ian McEwan. No sé, no estoy seguro, pero ahora me parece que la tapa de Anagrama que se me cruzó era de un libro de McEwan. Y bueno, si hubiera sido así lo entiendo a Barnes. Qué vergüenza. De cualquier modo, la próxima vez no pienso hacerle ningún comentario sobre el incidente; sólo lo saludaré, nada más.
Te digo la verdad: me da miedo volver a escribir en el blog. No sé, a veces pienso que se me quemó la parte del cerebro que usaba para escribir acá. Pero las ganas están. Así que supongo que intentaré algún tipo de tratamiento de rehabilitación blogueril y veré qué onda. Cualquier cosa, si me puse demasiado pelotudo ustedes me avisan, ¿ok?
martes, 13 de julio de 2010
El otro día vi Toy Story 3. Ufff!
(Quien sólo quiera leer lo que digo específicamente sobre la película puede saltear el párrafo siguiente. Quien no, también.)
Tengo la hipótesis -si es que podemos llamarla así- de que si hay algo que está ampliando el lenguaje del cine, algo que permite contar historias antes impensables de maneras antes imposibles, ese algo es la animación. Sin aviso, y desde el primer fotograma, establece arbitrariamente las reglas de una realidad que aceptamos y en la que nos disolvemos. No tengo la intención de opinar sobre el valor político o estético del distanciamiento; lo que sí puedo decir es que precisamente aquello -disolverme en la realidad que establece- es lo que pretendo cuando veo una película. Por el contrario, con los efectos especiales en cierto sentido siempre estoy esperando ver los hilos, los cortes, los errores, etc. Es obvio que nunca los veré porque todo está perfectísimamente hecho con las más potentes computadoras de la NASA. Pero el juego de las diferencias inevitablemente produce distanciamiento, distrae e impide que acepte el otro juego que propone la película, la creación de una realidad.
(Bueno, ya dije que es una hipótesis poco desarrollada. Llamémosla "mi opinión personal".)
Hace un tiempo dije que lo más perturbador de "El señor de las moscas" es que los personajes son niños. La perturbación es aún más radical en Toy Story 3, donde los personajes no son niños sino juguetes. Difícilmente exista un objeto tan poco "objetivo" como un juguete, el medio en el que se hace material la esencia misma de la niñez. Por eso, que un juguete ejecute, por ejemplo, un acto de crueldad contra otro resulta casi insoportable. ¡Por Dios, son JUGUETES! En Toy Story 3 hay muchos de esos momentos de emoción casi insoportable, de todo signo. Obviamente, esto es un efecto de la maestría de quienes están detrás de la película. Pero también, creo yo, del hecho de que se trate de animación: no sé si hubiera podido lograrse lo mismo de otro modo.
¿Qué será de Woody, Buzz y sus amigos cuando Andy vaya a la Universidad? La respuesta que nos da la película es, creo yo, la única posible: el tiempo no existe para los juguetes; o, mejor dicho, la niñez es intemporal. La emoción de Andy cuando lo descubre es la misma que provoca que salten las lágrimas en ese momento (y no es el único). Y es la misma que provoca que casi salten ahora que estoy escribiendo esto. Y es la misma que provocará que te salten las lágrimas a vos, aún cuando no estés tan maricón como yo.
En mi opinión, la serie Toy Story es la obra cumbre de Pixar, y esto en un contexto de otros grandes trabajos como Wall-E o Up. Y está, más allá de las diferencias, a la altura de las mejores producciones de otro maestro de la animación como Hayao Miyazaki, a quien Toy Story 3 rinde un silencioso y merecido homenaje.
(Quien sólo quiera leer lo que digo específicamente sobre la película puede saltear el párrafo siguiente. Quien no, también.)
Tengo la hipótesis -si es que podemos llamarla así- de que si hay algo que está ampliando el lenguaje del cine, algo que permite contar historias antes impensables de maneras antes imposibles, ese algo es la animación. Sin aviso, y desde el primer fotograma, establece arbitrariamente las reglas de una realidad que aceptamos y en la que nos disolvemos. No tengo la intención de opinar sobre el valor político o estético del distanciamiento; lo que sí puedo decir es que precisamente aquello -disolverme en la realidad que establece- es lo que pretendo cuando veo una película. Por el contrario, con los efectos especiales en cierto sentido siempre estoy esperando ver los hilos, los cortes, los errores, etc. Es obvio que nunca los veré porque todo está perfectísimamente hecho con las más potentes computadoras de la NASA. Pero el juego de las diferencias inevitablemente produce distanciamiento, distrae e impide que acepte el otro juego que propone la película, la creación de una realidad.
(Bueno, ya dije que es una hipótesis poco desarrollada. Llamémosla "mi opinión personal".)
Hace un tiempo dije que lo más perturbador de "El señor de las moscas" es que los personajes son niños. La perturbación es aún más radical en Toy Story 3, donde los personajes no son niños sino juguetes. Difícilmente exista un objeto tan poco "objetivo" como un juguete, el medio en el que se hace material la esencia misma de la niñez. Por eso, que un juguete ejecute, por ejemplo, un acto de crueldad contra otro resulta casi insoportable. ¡Por Dios, son JUGUETES! En Toy Story 3 hay muchos de esos momentos de emoción casi insoportable, de todo signo. Obviamente, esto es un efecto de la maestría de quienes están detrás de la película. Pero también, creo yo, del hecho de que se trate de animación: no sé si hubiera podido lograrse lo mismo de otro modo.
¿Qué será de Woody, Buzz y sus amigos cuando Andy vaya a la Universidad? La respuesta que nos da la película es, creo yo, la única posible: el tiempo no existe para los juguetes; o, mejor dicho, la niñez es intemporal. La emoción de Andy cuando lo descubre es la misma que provoca que salten las lágrimas en ese momento (y no es el único). Y es la misma que provoca que casi salten ahora que estoy escribiendo esto. Y es la misma que provocará que te salten las lágrimas a vos, aún cuando no estés tan maricón como yo.
En mi opinión, la serie Toy Story es la obra cumbre de Pixar, y esto en un contexto de otros grandes trabajos como Wall-E o Up. Y está, más allá de las diferencias, a la altura de las mejores producciones de otro maestro de la animación como Hayao Miyazaki, a quien Toy Story 3 rinde un silencioso y merecido homenaje.
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